Boedo resiste en una librería de barrio

El hombre, apenas tocado por las canas, mira a través del vidrio, detiene un poco la marcha, saluda. Desde adentro, el librero responde, sonríe, y me dice como al pasar: "Fue mi profesor de Historia en el secundario".

Habrá más saludos desde la vereda, clientes que entren a preguntar por un título en particular, y vecinos con mucho cómo andás y qué hay de nuevo, y vamos con los jirones de charla, sobrevuelo sobre las mesas de libros, puesta al día de las cosas del barrio y en el medio –o al final, o desde el principio mismo–, en sus múltiples variantes, el infaltable: ¿qué tal este autor? ¿Me lo recomendás?

Es sábado por la mañana y El gato escaldado marcha a pleno. Hace ocho años que la librería abrió sus puertas, a metros de Independencia y Boedo. Una apuesta de quijotes: local exquisito, vidriera cuidada, buena música, cada tanto una charla o un breve recital. Y todos –todos– los libros: del best seller a la joya poco conocida, de la editorial consagrada a la publicación independiente, de los sofisticados álbumes para niños a las revistas barriales, los textos de historia, las colecciones de poesía; un despliegue generoso, profuso, impregnado de amor por lo que se ofrece en una época más bien esquiva con los dadivosos. En zona Sur. Por fuera –tan rotundamente afuera– del circuito de las grandes librerías, los polos comerciales, las veleidades de la ciudad consumidora. Justo cuando pocas especies se anuncian tan menguantes como la de los devoradores de libros.

Pero ellos –Celia y Marcelo, los hacedores del milagro– aseguran que no se imaginan en otro lugar que no sea éste. Que se sienten obreros de lo suyo. Que no fue ni será fácil. Pero que les encanta "ese algo de pueblito" que tiene vivir en Boedo.

Me agarran con la guardia baja. Hace rato que tengo más reproches que lazos con el barrio. Me atormenta comprobar –día a día, a pura fatiga de vereda– que será verdad que el Sur está en la mira del progreso, pero no siempre esa mira coincide con las urgencias de la vida cotidiana. Y vislumbro una arteria dual, Bulnes-Boedo, que cambia mucho más que de nombre cuando avenida Rivadavia la corta en dos. Basta caminar de noche por Bulnes a la altura de Santa Fe, descender y palpar cómo se van apagando las luces, disminuyen los negocios abiertos, y la sensación de paseo muta a la de precavido estado de alerta al cruzar el puente sobre nivel, cerca de Rivadavia, a metros de que Bulnes deje de serlo para convertirse en Boedo.

Pero no puedo seguir...

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