Bienvenido, septiembre

Sucede cada septiembre, cuando el cuerpo empieza a dar señales de bienestar, los músculos del rostro se distienden, abrimos los brazos al cielo y nos oímos reír sin ninguna razón, envueltos en una brisa ligera e incitante al abrigo de las tibiezas del primer sol de la primavera. Porque ocurre que el sol de septiembre no es ya el mismo, no es aquel más crudo que nos cobijó de las crueldades del invierno, como tampoco es el mismo el cielo, más límpido y más puro, sobre todo en cuanto nos alejamos del corazón malsano de la ciudad, en las orillas del río que se pueblan de gente, familias enteras con sus niños excitados por las libertades que les regala el parque donde huelen ya algunas flores, jóvenes que se mueven de manera insinuante al vaivén de cierta música caribeña, parejas de amantes que se prodigan cariño y ternura, algunas agazapadas a la sombra de un árbol en busca de una complicidad que les permita hurgar sin culpa otros atrevimientos.

Sucede cada septiembre que olvidamos por un instante todas las derrotas, en la ilusión de que las últimas heridas que nos ha infligido el invierno terminarán de cicatrizar y las cosas habrán de recomenzar de otro modo. No hay un mes que traiga más esperanzas que septiembre. En cuanto está por regresar a nuestras vidas, nos paramos frente a él como lo hacemos ante una piscina: tocamos el agua con la punta del pie para corroborar que la temperatura sea la adecuada y entonces sí, nos damos ese chapuzón inaugural.

Hay algo hermosamente extraño en las orillas del río durante la mañana. El parque está casi desnudo, se ve tan sólo a algunos paseantes o a quienes van a seguir con disciplina sus rutinas deportivas. En ese instante del día es un paraje solitario, pero no se siente el agobio de la soledad, sino la tensión de esos momentos en que sabemos -o creemos saber, esa forma imprecisa del deseo- que algo está por ocurrir. Tendido en el césped, si levanto la vista del libro que estoy leyendo, posándola en la línea del horizonte, al otro lado del río aparece la costa, tan lejana y tan próxima, apenas una bruma algunas mañanas destempladas o lluviosas, pero no hoy, porque hoy el sol reverbera con su insolente majestuosidad y entonces la delgada línea del horizonte puede antojárseme tan bonita como la unión de los labios en la boca de una mujer.

Esa calma en la vasta soledad del parque está llena de promesas. Las primeras horas de la mañana a mi gusto se parecen a la infancia. Aun aquellas personas que vivieron...

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