Besos prohibidos en un cine de provincias

En ese teatro del modesto pueblo de provincias, el Candilejas, había conocido las primeras ilusiones. Estaba montado sobre un terreno que hacía algunos años había sido una cancha de pelota paleta, y poco después del atardecer, una vez que concluía la jornada de trabajo, hombres y mujeres de los más variados oficios -el dependiente de una farmacia, el almacenero, el odontólogo o la dueña de la mercería, su memoria no ha retenido esos detalles- dedicaban las últimas horas del día a ser otros y tal vez huir por un momento de vidas que a menudo eran algo grises.

El padre de E. era actor aficionado, de modo que la familia entera pasaba muchas horas entre camarines y bambalinas. Desde esas sombras, en la última frontera del escenario, el niño miraba a su padre y disfrutaba de ese histrionismo encantador con que también solía animar las reuniones familiares. A veces, el pequeño E. jugaba un personaje breve o murmuraba el parlamento de un actor que se sabía de memoria. Cada vez que lo encuentro en reuniones sociales, ahora que han pasado casi cincuenta años, me sonrío para mis adentros. De aspecto atildado, el gesto discreto y la seriedad inconmovible de quien parece estar sumido en una larga meditación, cuando menos lo espera su interlocutor asoman un brillo en los ojos o una breve torcedura de la boca que mueven a la risa. Es un comediante de rostro imperturbable. Esa discreción suele recordarme a Buster Keaton, aquel bufón de gestualidad elegante que en films como El maquinista de la General, la genial pieza de 1926, era capaz de hacer desternillarse de risa a los espectadores sin mover un solo músculo de la cara.

El Candilejas ofrecía también películas. En un pueblo modesto, el cine es aventura y cobijo, fábrica de ilusiones y punto de encuentro. Durante las tardes los chicos solían escabullirse allí de las miradas de los adultos. Miraban fragmentos de películas desde la cabina del proyectorista o apuraban el paso en la escalera de madera que conducía al piso superior, turnándose para subirse a un banquito y espiar escenas siempre inconclusas por los dos ventanucos situados junto a los dos proyectores. La felicidad más intensa era la que traían las películas vedadas. Eran films de una sexualidad inocente, pero la efervescencia de los diez o doce años convertían esas candorosas provocaciones -un muslo al desnudo, los vaivenes de un torso descubierto, la boca falsamente insinuante llena de palabras que encendían el brusco deseo adolescente y a...

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