La bella cartografía de un desgarro

En las frías mañanas de Londres, adonde había llegado refugiándose de las más feroces hostilidades del autoritarismo, Guillermo Cabrera Infante solía seguir minuciosamente un ritual toda vez que se disponía a escribir. En un pequeño piso en Gloucester Road, rodeado de una frondosa vegetación que le traía recuerdos del Caribe, cada mañana se quitaba sin prisa primero el saco, y luego los pantalones, la camisa, la ropa interior y las medias, de modo que cuando se sentaba ante su máquina de escribir, una Smith Corona que lo acompañó siempre y en la que inventó una de las obras más deslumbrantes de la literatura en lengua castellana, estaba completamente desnudo. Su compañera de toda la vida, Miriam Gómez, lo miraba entre risueña y perpleja, y se preguntaba qué demonios estaría escribiendo el cronista antillano así, tal como Dios lo había traído al mundo. Cabrera Infante escribía sumido en un silencio de muerte, y cada tanto se inclinaba sobre un mapa de La Habana desplegado sobre su mesa de trabajo, cuya cartografía acicateaba su memoria y le producía una punzada en el corazón.

Muchísimos años después, cuando ya el escritor había muerto, dejándonos una obra monumental, su musa supo que ese texto era Mapa dibujado por un espía, la crónica de ese último desgarro que fueron los cuatro meses de 1965 durante los que el poeta vivió en Cuba antes de ser carcomido por el exilio. Cabrera Infante era agregado cultural en Bruselas, pero debió regresar ese año a La Habana para velar los restos de su madre. La burocracia castrista retuvo en el país al escritor, que ya se había desencantado de la revolución y poco después se convertiría en uno de sus críticos más furibundos. Miriam Gómez decidió publicar ese texto descarnado, aunque su esposo narraba en él con indisimulado trazo autobiográfico los infortunios y las desolaciones de su deriva fantasmal por la ciudad, pero sobre todo sus amoríos desesperados y sus volcánicas aventuras sexuales.

Cabrera Infante tenía 36 años, ya había escrito la decisiva Tres tristes tigres y su estilo mordaz, que es un verdadero prodigio del lenguaje y al que alguien definió como ilusionismo retórico, había fascinado ya al mundo hispanohablante en los días del boom latinoamericano. Su obra posterior (Mea Cuba, La Habana para un infante difunto) es en buena parte una memoria de su tierra y de lo que amó en ella durante...

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