La balada del asesino triste y el cuchillo rojo

El tío de Ferdinand von Schirach era juez y había servido en la marina: una granada le voló el brazo izquierdo y la mano derecha. A pesar de esa horrible contrariedad, su señoría no se rindió, tuvo una larga carrera judicial y se hizo famoso por ser un magistrado sensible y justo. Le encantaba cazar en un pequeño coto. Refiere su sobrino que una mañana se metió en el bosque, colgó delicadamente su chaqueta en una rama, se llevó el doble cañón de su escopeta a la boca, apretó el gatillo con el muñón y se voló la cabeza. En una carta que le dejó a su mejor amigo, se excusaba por estar harto y le decía: "La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo".

Ferdinand von Schirach nació en Munich y se hizo famoso en Berlín, donde ejerció de manera brillante su oficio de abogado penalista. Luego un día de repente escribió un libro, se transformó en best seller y fue traducido a treinta idiomas. El abogado se había revelado como un extraordinario narrador de cuentos breves, la mayoría de ellos basados en su experiencia personal, pero convenientemente desdibujados para no causarles daño a los protagonistas. "Escribo sobre procedimientos penales en los que he actuado -aclaró alguna vez-. Aunque en realidad hablo del ser humano, sus fracasos, de su culpa y su grandeza." El modo seco, lúcido y cinematográfico con que escribe este Hemingway moderno le ha valido los elogios de The Times: "Todo delito grave contiene una historia, y el talento de Von Schirach es descubrirla, perfeccionarla, y conseguir que los lectores piensen dos veces sobre la culpabilidad, la verdad o la justicia".

Leyendo sus relatos recordé de pronto la extraña historia que me contó un viejo comisario de la Patagonia cuyo apellido preferiría no recordar: se llamaba igual que uno de los grandes personajes de Arlt y terminó preso por adulterar pruebas contra un infeliz que era inocente. Pero el comisario, cuando era joven, servía en una ciudad del desierto cruzada por vientos huracanados. Allí todo el mundo conocía a un carnicero que medía casi dos metros y era bondadoso pero introspectivo, y también a su esposa casquivana, que se jactaba de sus amantes. Una noche el gigante regresó a casa, se lavó las manos y se sentó a la mesa. La dama, tal vez azuzada por el silencio de su marido, comenzó a lanzarle recriminaciones y a...

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