Anoche soñé con Shakira

Anoche soñé con Shakira. Desperté sobresaltado a las seis de la mañana y ya no podía volver a dormir: necesitaba escribir el sueño o la fiebre o el delirio que había tenido con ella.

No era la primera vez que soñaba con Shakira, la diosa invicta, la bella mariposa inmortal. Estaba enamorado de ella desde que la conocí (y habían pasado tantos años). La conocí cuando vino a Miami y no sabía hablar en inglés; cuando vivía en un apartamento en la playa y conducía un coche rojo convertible; cuando quería conquistar el mundo con esa voz milagrosa que venía de siglos de sangre derramada en tierras libanesas y se entremezclaba con el desgarro poético de ser colombiana y vivir asomada al abismo, mirando curiosamente y preguntándose si volaría como una mariposa, en caso de saltar con los brazos abiertos; cuando vivía como vivían no pocos colombianos, hechizados por la tentación del abismo, cantando, pintando o escribiendo al borde mismo del despeñadero.

Nadie me había mirado como me miró Shakira aquella noche en la televisión, y nadie volvería a mirarme así, ni siquiera ella, que, veinticinco años después, ya sabe muy bien que yo no valía aquella mirada de fuego, de promesas incendiarias, de veneno y miel, aquellos ojos felinos, luminosos, que quemaban las entrañas y ponían a bailar la imaginación.

Me miró así porque entonces era una niña sabia de apenas veinte años que se había sentado en la televisión conmigo y acaso había descubierto que algo raro e inasible nos unía profundamente. Yo estaba sobrecogido y hechizado como si hubiese descendido de los mismos cielos Remedios la bella y cubierto de flores amarillas aquel estudio desangelado. Sus padres, sabedores de que llevaban un pequeño milagro que acabaría por embrujar al mundo, resignados a acompañarla en esa larga travesía, no parecían sorprendidos de que nos mirásemos con aquella impaciencia o ese ardor por saber qué era aquello que tan profundamente nos unía, si acaso el amor o la amistad o una cifra en clave que aún no conocíamos y tal vez jamás conoceríamos.

Cuando, acabada la entrevista, se retiraba del estudio, caminando deprisa con sus padres, Shakira volvió a mirarme como si solo yo existiera, como si fuese yo una amapola torcida que ella quería oler con curiosidad, y me sugirió con la mirada que la llamase, pues quería asomarse a los extraños laberintos del deseo y, si acaso, perderse en mí, o conmigo.

Pero no la llamé porque estaba casado con Casandra y era desdichado; porque sentía la...

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