Los amores improbables

Un viejo amigo de los tiempos de la universidad, a quien no veo hace años, me escribe un correo muy cariñoso y me pide dinero.

No es desusado que alguien me pida dinero prestado o donado. Ocurre con cierta frecuencia. Por lo general, se trata de espectadores de mi programa de televisión, o de lectores de mis libros y mis columnas. Son, pues, personas que no conozco, aunque ellas me conocen y me tratan con familiaridad, a menudo llamándome Jaimito, explicándome que necesitan con urgencia el dinero. Casi siempre alegan que sufren un grave problema de salud, que es un asunto de vida o muerte. Casi siempre dicen que la persona enferma es una niña. Suele ocurrir que dichas peticiones vienen acompañadas de fotos de la niña, la enferma. Puede que todo sea verdad, puede que exageren, puede que mientan, no tengo cómo saberlo. A veces no respondo, siento que están engañándome, pero en ocasiones doblegan mi resistencia y acabo enviando el dinero.

¿Por qué tanta gente me pide plata? Es de suponer que, como tengo un programa de televisión, mis espectadores asumen que poseo una fortuna. No saben que las televisiones ya no pagan como pagaban hace décadas. Entonces podías ganar millones, ahora el negocio se ha empequeñecido. Y luego están los incautos que piensan que he ganado fortunas con mis libros. Bien es cierto que he publicado casi veinte libros, lo que parece un exceso, una exageración. No es menos cierto que las editoriales ya no adelantan lo que anticipaban en los buenos tiempos. Por consiguiente, se trata de un malentendido: las personas que, sin conocerme, me piden dinero, y esto es algo que ocurre todas las semanas, con fotos de las lesiones y certificados médicos de las enfermedades, creen que soy un magnate al que le sobra el dinero. Pero no es verdad, no me sobra el dinero. Me sobra la grasa, no el dinero. Aun así, a veces me permito ser un hombre blando, sentimental, y mando el dinero, aunque estén timándome.

Pero ahora se trata de un antiguo amigo de la universidad, un amigo de toda la vida, un amigo que siempre ha sido noble y generoso conmigo y nunca me ha pedido dinero. No tenía por qué pedírmelo: cuando éramos jóvenes, mi amigo Pablo, hijo y nieto de argentinos, vivía en una mansión con sus padres, quienes tenían mucho dinero. Era seguramente una de las casas más lujosas de la ciudad, con vistas al campo de golf, en un barrio exclusivo, con autos relucientes en la cochera. Yo conducía un auto de fabricación italiana muy potente, un...

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