La redención del Aleti llegó con la convicción del Cholo Simeone

BARCELONA.– Había que doblegar a 11 campeones de todo en su propia cancha. Había que pervertir la lógica misma del fútbol posmoderno, regido por el marketing y los presupuestos astronómicos antes que por la nobleza de la competencia deportiva. Y tocaba todavía torcer una tradición maldita que irrumpía otra vez, teatral, apenas empezó el partido.Ese hombre de negro que se arrodilla en el césped del Camp Nou, con los ojos hechos una rendija de lágrimas, sabe que acaba de empatarle al destino. "¡Aleeeeeeeti, Aleeeeeeti!", se oye desde una tribuna lejana y rebota como un eco en un estadio gigantesco que empieza a vaciarse.Diego Simeone se para y alza las manos al cielo, ahora para celebrar al fin, después de una tarde eterna en la que moldeó una hazaña a fuerza de aspavientos y gritos desde la zona técnica, como un demonio en una jaula de cal.La siguiente frase que hubiera sonado a delirio hace un año ya puede escribirse en los manuales de historia: el Atlético de Madrid es el nuevo campeón de la Liga española.No ocurría desde hacía 18 años y muchos creían que no se repetiría jamás. Pasaron 17 técnicos, dos años en el descenso, 600 millones de euros gastados en fichajes destinados a la frustración hasta que los perdedores de siempre encontraron la redención empujados por Simeone, aquel volante cardíaco que había sellado con un cabezazo la Liga del ‘96.Unos muchachones en cuero se revuelcan sin una copa que levantar (¡porque Ángel María Villar, el Grondona español, estaba de viaje y sólo él puede entregarla!). Postal de un grupo sin estrellas; tipos sin peinados raros, de aspecto fabril. Se nota que conciben el triunfo, la gloria, como un estado de excepción. En el césped se rompe en pedazos diez años de hegemonía Real Madrid-Barça.De pronto, lo inesperado: suena un aplauso cerrado de los hinchas de Barça para el equipo que le arruinó el año y que con sus artes menos líricas forzó el declive tal vez definitivo de una generación de futbolistas sin igual.Simeone devuelve el gesto. Alguien lo toma de un brazo y lo lleva a una platea. Lo espera Carlos, su padre, y ahí sí, rompe en llanto al abrazarlo. Se quiebra como no lo hizo nunca cuando miles de fanáticos coreaban su nombre a orillas del Manzanares, en los días en que festejar era un acto prohibido por su filosofía del "partido a partido".Ahora se deja. Campeón contra todo. El Mono Burgos –tan enorme, tan desencajado– se le acerca con los brazos abiertos, igual que cuando atajaba penales. "¡Ganamos!", le grita...

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