Alberto Fernández, la paradoja de un presidente débil

Los últimos meses del gobierno de Isabel Perón -recordar esto no tiene por qué ser malinterpretado en términos históricos- fueron un desastre.

En junio de 1975, el Rodrigazo había desatado una crisis que sería imparable y que volvería infructuosa la sucesión de seis ministros de Economía. La crisis económica dinamitó la política. La guerrilla, tanto marxista como peronista, generaba junto con la Triple A, prolegómeno del terrorismo de estado, una rutina de seis o siete crímenes políticos diarios. Los militares habían asumido la tarea de "aniquilar" a las organizaciones armadas, la subversión en su léxico, por orden del gobierno constitucional. Desde empresarios hasta sindicalistas, todos abandonaban a la presidenta, quien pese a su ostensible debilidad anunciaba que iría por la reelección.

"Si tuviéramos que destapar ollas -decía ella en su último discurso, el 6 de marzo de 1976- no se podría andar por las calles. Si algunos de esos son de los nuestros, además de su conciencia está la justicia. Si no estuvieran aquí las cámaras de televisión podría seguir hablando de este tema". Acto seguido se refirió de nuevo a los medios, aunque en esa época no se los llamaba así: "una forma de ayudarnos es que los peronistas no vayan a los diarios".

Cuando la inflación ya se había consagrado indomable, de visita en la CGT la presidenta reclamó un aplauso para Emilio Mondelli, su último ministro de Economía, instante eternizado junto a Lorenzo Miguel y Casildo Herreras en una foto fellinesca.

Muchos gobiernos entraron en francos procesos de descomposición antes de ser derrocados. Cuando eso ocurre es inevitable que los historiadores pasen décadas preguntándose si la progresión geométrica del desgaste precipitó la caída o si fue el horizonte de la caída inexorable lo que aceleró la putrefacción. La pérdida de poder, está visto, funciona como un desorganizador eficaz.

Es probable que los procesos de descomposición que rodean a los gobiernos que pierden poder todos los días tengan no una sino tres causas. A la propia ruina y a la resignación frente a la evidencia de que el precipicio está a la vuelta de la esquina se suma la corrosión orquestada por los golpistas. Antiguamente se la llamaba acción psicológica.

Hay toda clase de papers académicos y libros sobre la acción psicológica perpetrada en los meses previos a los golpes de estado triunfantes. Un tema ideal, dicho sea de paso, para Netflix, por la ambientación conspirativa y la intervención de burdos...

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