En vísperas del bicentenario del Código Civil francés

AutorChiappini, Julio O.

Chiappini, En vísperas del bicentenario del Código Civil francés

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En vísperas del bicentenario del Código Civil francés

Por Julio O. Chiappini

1. Otro importante aniversario

La palabra aniversario proviene del latín annus (año) y vertere (volver). Por ende inspira un ejercicio de la memoria.

En el trance, el olvido había podido ser benéfico. Por ejemplo, si arrojó por la borda (el instituto de la avería en el derecho marítimo) los recuerdos desdichados. O cuando nos permite volver a disfrutar las mismas cosas, en desmedro así de la "curva hedónica": los placeres que por repetidos dejan de serlo.

El olvido, en cambio, es malo cuando nos "borra" el derrotero que acometimos. El hombre y sus ideas mejor saber de dónde vienen para saber adónde van. El pasado resulta de allí en más, si orquestación de nuestros errores (o "experiencia"), una guía insustituible. O al menos insustituida. En ese pretérito anida nuestro presente y si lo tendremos nuestro futuro, el hombre que es lo que fue y lo que será.

De ahí que, creo, Marañón barrunta que hay un pasado que sólo es cementerio de la historia pero que hay otro el otro, el mismo del que brota, en su hondura vital, el manantial del porvenir[1]. Muchos se atrincheran en un perpetuo presente. Que acaso descifró Omar Kayham, el poeta nacional persa, incluso con esplendor verbal: "hoy es el mañana que soñábamos ayer".

Conviene entonces (y en este caso gratifica) rememorar el bicentenario del Có-digo Civil francés. Para atinar cuánto nos dio, cuánto hemos progresado, si vamos bien en la rosa de los vientos. Sucede que para conducirnos precisamos este tipo de "espejo retrovisor", los desafíos acechan detrás y por delante, no es cuestión: ¿cuánto hemos hecho, soñado y sobrellevado?

2. Francia republicana

Sin ser actos fallidos, las dos grandes revoluciones políticas de occidente dejaron de ser tajantes.

En efecto, el constitucionalismo liberal y progresista de los Estados Unidos de América devino un tanto en una república imperial. Y la Revolución Francesa, que abolió la monarquía y los privilegios ("ley privada"), generó una Francia republicana, sí, pero que en sus instituciones y en su funcionariado conserva (preserva) pompas de la realeza y rimbombantes cosas adversas a la práctica de la austera e igualitaria vida republicana.

Es decir, lo que Sarmiento llamaba "el gran país del norte" (para él allí estaba la civilización, no en Europa), que a más de tres siglos de 1648 (la Paz de Westfalia y la consolidación de los Estados nacionales) impone "su" derecho internacional públi-

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co: nada de injerencias salvo que se comprometa su seguridad o la tranquilidad del mundo. Redunda así, y tal vez felizmente, en un Estado más "policía" que gendarme en el concierto de los países y en aras a lo que Kant podría haber llamado (ingenió algo parecido) la "paz perpetua"[2].

Francia, en tanto, decíamos, propensa a los oropeles: libertad, igualdad, fraternidad (que con retruécano alguno traduce frivolité). Y la unión que hace la fuerza; que alguno con calembour traduce "la farse". Pero, insistimos, con papagayas aposturas: París la capital de Europa (que lo es), Francia no un ilustre cadáver sino el faro de la humanidad. Y nada de abandonar el boato. En los de derecha, que los hay, y en los socialistas, que también sobrellevan esa pose o superstición. Mitterrand el que más, se ufanaba como el "rey sol" en una Francia un tanto intrascendente para el siglo XX. Sus frases que asaeteaban: "el pueblo, bien; ¡pero lejos!". ¿Y los ministros? "Los ministros bien: ¡pero lejos!".

De modo que Francia ya principió, y bien hecho, los festejos por el bicentenario. Con multitud de actos preparatorios, naturalmente que en su mayoría a cargo de la doctrina o académicos. Planiol, que tanto influyó en nuestro Salvat, dictaminaba que "la doctrina es al derecho como la opinión pública a la política". Y en cuanto a lo académico, tras la de Platón ninguna más arrogante que la francesa. En rigor, uno que se expresa mal, quise decir más "celebrada", al menos por ellos mismos. Los miembros de la augusta corporación, que en verdad se las trae, por algo se reconocen como los "inmortales". Una excepción entonces a que para lograr la inmortalidad, y terrible paradoja, hay que morirse.

En el trance (y permítasenos pues la sociología tolera y hasta necesita de las generalizaciones), el francés que ha procurado compaginar glorie, grandeur, glamour y razón desde sus aires ceremoniosos. ¿Un complejo de superioridad? Posiblemente: un individuo y por decir lo menos avaro, sucio, antipático y soberbio, por no hablar de otros pecados capitales, que entroniza sus crónicas. Víctor Hugo describe la Convención: "En el globo físico tenemos el Himalaya; en el mundo de la historia sobresale la Convención. Esto es, tal vez, el punto culminante de la historia"[3]. Unge así ese batiburrillo, esa cáfila de facciones gárrulas y codiciosas para las que la vida nada valía.

De todos modos, la Revolución había sido histórica. Por puntería o por casualidad, al tiempo que degradó y devoró a sus propios hijos (como cuadra a toda revolución respetable) elevó al resto a ser monsieur o madame. Con gracejo, Díaz-Plaja explica la contingencia, bien que elucida: "El vous define, limita, mantiene a distancia; es un intento de alejarse más que de respetar, debido al egoísmo del francés, que no gusta de ser molestado... Están demasiado apegados a una tradición de siglos y les resulta más fácil desempedrar una calle que un modismo"[4].

3. El "Code"

Lo que no habían podido el ancien régime y la Revolución lo consiguió un hombre con desmesuradas ambiciones: Napoleón, en rigor de ancestros italianos.

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En efecto, siendo primer cónsul el 24 termidor del VIII (el 13 de agosto de 1800) designó una comisión de cuatro miembros encargados de plumear el proyecto.

Regía entonces el calendario republicano, fue ingeniado por la Convención el 22 de septiembre de 1792 a horas de abolir la monarquía. Es que principiaba una nueva era para la humanidad y había que variar hasta estas cosas, el delirio grandilocuente y vanidoso propinó un año de 360 días con doce meses según el estado de la naturaleza: vendimiario (de la vendimia); brumario (de las brumas); frimario (de los fríos); nivoso (de las nieves); pluvioso (de las lluvias); ventoso (de los vientos); germinal (de la germinación); floreal (de las flores); pradial (de los prados); mesidor (de las mieses); termidor (del calor); y fructidor (de los frutos). La pamplinada concluyó cuando Napoleón, por decreto del 1° de enero de 1806, restableció el calendario gregoriano. Para a poco dictaminar: "el hombre se mide del cuello para arriba". Y tras reconocer: "no nací para ser amado".

La comisión redactora se integraba con Tronchet (presidente...

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