La tropa de Messi no se esconde

Pablo Cavallero esperaba en el aeropuerto de Santiago de Compostela el vuelo a Madrid, para luego conectar con Buenos Aires. Bielsa lo había citado para la primera fecha de las eliminatorias rumbo a Alemania 2006. Lo acompañaban sus compañeros de Celta, que iban a tomar otro avión porque la Liga incluía una fecha entresemana, y no entendían nada. El arquero les explicaba que se trataba del debut en una competencia que se extendería dos años y que probablemente el equipo fuese silbado por el público, aún indignado por el fracaso en Japón 2002. "¿A qué vas entonces?", lo enjuiciaron con burla. Cavallero aceptó que nunca lo comprenderían. La Argentina igualó 2-2, se fue abucheada y al arquero se lo culpó del último gol de Chile. Cavallero siguió yendo a la selección mientras lo convocaron.

El orgullo espera, da revancha. Hay que llegar a la desazón para que el sentimiento se potencie. Será por tantos tropiezos que se obstinan en jugar por la selección. Saben que los volverán a descalificar a la vuelta de cualquier derrota, que seguirán bajo sospecha, pero no se perdonarían el delito de deserción. Incluso ahora, cuando el cachetazo en la Copa América podría aconsejar un descanso reparador. Ni siquiera revolotea un desafío con el magnetismo de un Mundial o al menos una Copa América. Pero igual están, cuando a varios la lógica patronal les agradecería cuidar su lugar, cerquita del club que les paga. Para ellos la albiceleste se volvió una referencia colectiva de identidad. Más para ellos que para los hinchas, de dudosa pertenencia resultadista.

Cuando regresó de Atenas 2004, con la medalla dorada, Roberto Ayala fue operado de la rodilla y estuvo cinco meses sin jugar; su dueño, Valencia, estalló. Antes de la cita olímpica, Heinze fue contratado por Manchester United, y el DT Alex Ferguson lo intimó a...

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