Rigoberta Menchú

AutorSonia Santoro

Juré no callarme frente a la tortura y la barbarie”

Participó en el país del Foro Internacional por los Derechos de las Mujeres. Aquí cuenta su lucha en Guatemala, una nación signada por el genocidio de los años ’80. Relata su vida, la desaparición y muerte de buena parte de su familia y cómo se convirtió en militante. También revela lo que le falta hacer.

“Hemos ayudado a recuperar credibilidad, entonces algo tiene que ocurrir para que los ciudadanos asuman su responsabilidad individual. Sean mayas o no mayas, mujeres u hombres, lo más importante es que tengamos esa conciencia de un quehacer ciudadano”, propone Rigoberta Menchú Tum, enfundada en el típico huipil con el que se la ve recorrer el mundo allí donde es necesario escuchar las voces de los oprimidos. La Premio Nobel de la Paz dice, sin embargo, que a 30 años de la etapa más violenta de lo que se conoce como genocidio guatemalteco, su país vive “una etapa difícil”: incluso la impunidad hoy continúa. “No creo que dure pocas décadas esta situación, porque los hijos de los perpetuadores del genocidio nunca lo van a reconocer. Los victimarios no lo van a reconocer, los fascistas tampoco y la gente está con su verdad y la verdad está ahí. Esto es Guatemala.”

–¿Qué aprendió de su padre?

–Mi padre dejó muchas huellas. Uno era porque él tuvo la capacidad de estar al frente de un gran movimiento campesino. Fue parte del Comité de Unidad Campesina (CUC). El lo lideró, estuvo presente. Luego estuvo muy vinculado al reclamo de la tierra. Mi padre veía la tierra como nuestra madre la gran selva. Luego buscaba siempre maneras de producir allí sin que lesionara toda la tierra. Buscaba mucha tecnología campesina para ver cómo mejorar sin vender la tierra como si fuera un negocio. Mi padre también era un catequista cristiano fiel a la Iglesia. Trabajaba en una militancia en la Iglesia Católica. Era alguien que abría una brecha.

En sus búsquedas a veces nos incluía. Nos llevaba a la comunidad, aunque yo creo que más lo acompañaron mis hermanos a él. Eran muchos hombres los que andaban con él pero siempre nos incluían a alguna de nosotras las mujeres.

–¿Y su mamá?, ¿ella era partera?

–Ella es otra tendencia. Era partera, veía nacer los niños, las niñas. A cualquier hora que venían a buscarla de una selva, una montaña, agarraba sus cosas y se iban. Pero también tenía un proceso para sus pacientes. Las veía desde los tres meses de embarazo. Muchas de ellas daban a luz en las montañas más lejanas y, desde lo que recuerdo, mi madre nunca tuvo un paciente que se le haya ido, muerto. Ella también usaba mucho las plantas medicinales, la medicina ancestral, el trato a las mujeres en un espacio sagrado que tenemos que se llama temazcal.

–¿Usted aprendió la partería?

–Sí, es una de las cosas que a mí me da mucho gusto. Porque cuando tú tienes una maestra enfrente no te das cuenta de que tienes una maestra y no te das cuenta de que cada cosa que hace es una enseñanza, pero cuando tú pierdes esa maestra te das cuenta de todo. Entonces mi padre por supuesto tiene un liderazgo, es indiscutible que el liderazgo de mi papá lo mamé un poquito. Me enseñó a hablar, a tomar decisiones. Me llevaba con él cuando tenía 5 o 6 años. En cambio mi madre hacía posible ir a buscar las plantas, procesarlas para que le preparáramos las condiciones en algunos casos, la acompañáramos a desvelarnos toda la noche, acompañando desde otro lugar, porque las señoritas nunca están presentes en un parto. Pero estábamos cerca.

–¿Tuvo a su hijo en esta tradición?

–No, porque la vida que tenemos actualmente las mujeres es una vida de muchas presiones y mi embarazo era de harto riesgo y tuve cesárea.

–¿Cuando era chica pensaba en qué quería ser cuando fuera grande?

–Yo admiraba muchas cosas. En mi tierra pasaba un avión y todo el mundo salía a ver si alcanzaban a verlo en el horizonte. Siempre se cuestiona uno porque no había televisión, no había luz eléctrica, no había carretera, la ciudad para nosotros había sido siempre un monstruo. Entonces nunca tuvimos mucha cercanía con la ciudad, hasta los 16 años. Tenía esa edad cuando partí primero a casas de monjas. Pero después a casas particulares. Es otra vida increíble, una se hace prisionera en la casa del patrón, es así. Casi toda la experiencia de las mujeres que trabajan en casas particulares... no salen más que al mercado que está cerca de la casas y hacen lo mismo todos los días. No se aprende mucho si no te dan oportunidad de aprender más. Donde yo aprendí más fue en el convento, porque ahí me...

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