El gesto de la reparación

Esta ciudad ya no se disfruta", dice el taxista con un dejo de melancolía.Por fuera del vehículo, el calor. Autos y más autos detenidos ya ni se sabe por qué. Transeúntes que los esquivan como pueden. Y el hastío, esa furia sorda, carente de esperanzas.El taxista prosigue su monólogo. No muestra ambiciones de ser un Giddens o un Sennet vernáculo. Ni siquiera habla del colapso del que hablamos todos; no teoriza sobre criterios urbanísticos, megalópolis, cabezas de Goliat.Lo suyo es más directo: "Antes, por la noche, paseaba por Corrientes, comía una pizza en Güerrín y era feliz. Ahora, ni eso".Alude al miedo. Mucho, demasiado, a casi todo. A los robos. A la próxima inundación. A cualquier repentina catástrofe que, una vez más, desgarre las calles con ruidos de ambulancias y pánico."Por eso me fui a vivir a Castelar", insiste el tachero, tan porteño aun a su pesar.Sin responder, miro el desbarajuste que se cuece a fuego lento a nuestro alrededor. Los contenedores de basura que ?muchos de ellos? siguen apestando. Como si la ciudad continuara capturada por los efectos del conflicto que, a principios de noviembre, hizo que todo lo que nadie quiere ver de sí mismo o de los otros ?los desechos, la mugre, el descarte? quedara obscenamente expuesto, durante días, a la luz del sol.Entonces recuerdo las imágenes de una magnífica pieza de videoarte: la que realizó Leticia El Halli Obeid en París, bajo el influjo del Libro de los pasajes, de Walter Benjamin. Allí, recorriendo las galerías decimonónicas que tanto...

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