Un explorador en el infierno

Al fin un mosquito insignificante cumplió ese día, en el norte de Uganda, la vieja maldición de los exploradores. Se posó sobre la piel blanca de aquel curtido viajero que había salido ileso de tantos escenarios y tantos peligros a lo largo y lo ancho del mundo, y lo picó sin saña, dulcemente. El viajero eludía las vacunas porque producen jaquecas y otros malestares, y sobre todo porque jamás le había pasado nada. La malaria, esa mítica enfermedad de gran prestigio literario, solía sucederle a otros, a lo sumo podía leerse en algunas páginas de Conrad o de Kipling. No significaba que Martín Caparrós careciera completamente de conciencia. La posibilidad existía pero el narrador se tuteaba con ella y le había perdido el respeto. Estaba trabajando para las Naciones Unidas, y venía de gira por la India, Bangladesh, Egipto y Zambia. Pocos saben que Caparrós trabaja desde hace cinco años para el Fondo de Población, una agencia de la ONU que lo envía todas las temporadas a los lugares más remotos del planeta para escribir escalofriantes historias de vida acerca de las migraciones, la demografía, la juventud en riesgo, la salud reproductiva, el cambio climático.El periodista argentino más viajado del mundo no acusó recibo en aquellas llanuras de jirafas y elefantes, y siguió su camino hacia Níger, donde entrevistó a una mujer que padecía de una fístula provocada por un alumbramiento. Ella había tenido diez hijos y durante el undécimo parto se había desgarrado: no podía retener orina y se había transformado, como muchas otras jóvenes que sufrían la misma lesión, en poco menos que una apestada al margen de la sociedad. La mujer era tan pobre que no había podido operarse, aunque la cirugía no costaba más de doscientos dólares, y encima había perdido casi todo su rebaño de cabras. Con mucho esfuerzo lograba tener dos hembras, pero necesitaba un macho para hacerlas reproducirse y así alimentar a toda su familia. Caparrós, que no es afecto a la caridad ni a la demagogia, quería comprarle ese chivo pero buscaba una forma de hacerlo sin humillarla: le pidió a cambio una pizarra donde la señora anotaba pasajes del Corán. Luego el argentino regresó a París y compró unas medialunas para desayunar con su primo y su esposa, quienes le preguntaban por sus aventuras en la parte más cruel de Africa. Se dio cuenta, en ese momento, de que el chivo le había costado lo mismo que las medialunas de esa mañana. "Este trabajo es un curso sostenido sobre lo dura que es la vida -me dice...

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