Clandestinidad en la industria textil

AutorMirador Nacional Revista Científica

El brillo filoso de los dientes enmarcados en oro de Óscar, un ex tallerista, se deja ver cuando, al fragor de la ronda de vino tinto, olvida taparse la boca y estalla en carcajadas al contar sus aventuras como patrón del taller clandestino que regenteaba cerca del Puente Uriburu.

Óscar habla a rienda suelta en rueda de talleristas. Entre trago y trago, mientras llega la noche a unas cuadras de la villa 1-11-14, del Bajo Flores, habla de su pasado explotador de sus coterráneos bolivianos, a los que iba a reclutar a la esquina de Cobo y Curapaligüe, el vértice que funciona hace décadas como un mercado humano, a la vista de cualquiera. Todos saben.

Óscar es paceño, petiso, 31 años. Cuenta que llegó al país hace 12 y que en La Paz era gomero. Aquí aprendió a coser en la máquina recta, a decir "bolú" y "papi" para empezar o terminar sus frases con tonada altiplanezca, como para dejar claro que no es ningún recién llegado. También aprendió otras mañas de las que saca pecho, como exprimir los espinazos ajenos en las máquinas, despedir a todos y volver a empezar.

"Ya a los 23 años tenía mi taller. La mejor forma es ir a buscarlos a Bolivia para que te trabajen, si no, no rinde. No cierran los números, papi. Yo iba a buscar gente a Cobo y Curapaligüe, caminaba entre los paisanos, los coreanos y argentinos y así -chasquea los dedos- dos costureras y listo, ¡taxi!, las tenía por un tiempo y después les decía que no tenía trabajo y pues, a empezar de nuevo, pues ¿no? Si ya los explotaste, ya le chupaste la sangre como las vinchucas... ¡uhhhh! ¡Si allá en Bolivia hay un hambre...! Les decís 100 dólares y te besan la mano", dice Óscar, vaso en mano con el tinto aguachento.

Antes del primer salud, Óscar tiró un poco de su bebida al suelo. "Hay que challarle a la Pachamama", explica serio, e invita a imitarlo y a beber "seco". Después el alcohol le hará soltar la lengua y, además de sus consejos, contará anécdotas sexuales como caporal explotador del taller, en el que -dice- una vez dos costureras peruanas lo "enfiestaron" y él inventaba su cumpleaños, cada tanto, para emborrachar a las empleadas y pedir su "regalito", ahí, entre las máquinas, donde dormían.

Eran buenos tiempos para Óscar, él era uno de los miles de bocas iniciales de producción de la industria clandestina de ropa que mueve más de 700 millones de dólares al año sólo en Capital y el Conurbano, según cifras de la Cámara Industrial Argentina de Indumentaria. Todo iba bien para él hasta que el 30 de marzo de 2006 ardió el taller de Luis Viale 1269, en Caballito, con cuatro menores y dos adultos de nacionalidad boliviana que no lograron escapar del humo y las llamas. Ellos integraban un plantel de 64 esclavos textiles -la mayoría indocumentados- que estaban bajo el régimen de "cama caliente". La fábrica figuraba habilitada para cinco personas desde 2001 a nombre de dos empresarios, Jaime Geiler y Daniel Fischberg, y estaba subalquilada a Juan Manuel Correa, argentino, y Luis Sillerico, boliviano. La causa penal está en manos del juez de Instrucción Alberto Baños.

Hasta hoy nadie sabe con certeza cuántos de estos siniestros están latentes en la Ciudad. Una bomba de tiempo. Las muertes de Caballito sólo sirvieron para "descubrir" un mundo paralelo que pareció sorprender a propios y extraños y obligó a que se admitiera en forma oficial la situación de miles de personas que son explotadas en talleres textiles, uno de los eslabones de la trata de personas con fines de explotación laboral. Hay pagos miserables, hacinamiento, reducción a la servidumbre, y hasta casos de tuberculosis, anemia y violaciones de mujeres y menores, según apuntó el Cónsul General de Bolivia, José Alberto González, quien también cree que, si hasta el momento no ocurrió otra tragedia, es porque "Dios es argentino y también boliviano". El diplomático es de los que piensan que esta problemática es una cuestión de mercado: "La gente, por plata, mata. Y se deja matar".

En tanto, jaqueados por sus necesidades, según pudo saber LA NACION, la gran mayoría de los sobrevivientes del incendio volvió a reclutarse en otros talleres.

Después del incendio de Caballito, los controles que se habían lanzado en los talleres hicieron que Óscar, el ex patrón explotador, cerrara por precaución. "Hay que tener mucho cuidado con el paisano hoy por hoy, es un cuchillo de doble filo. Te puede clavar un puñal por atrás si te delata. Si te quieres poner en blanco te sale 300 pesos cada costurero, más el sueldo. Por eso tuve que cerrar el taller, estaban jodiendo mucho", se lamenta Óscar, que no pierde las esperanzas de reabrir y volver a ser patrón. Ahora él se deja explotar en un taller de La Paternal y está ahorrando para ir a Bolivia a reclutar costureros, hacerlos trabajar 18 o 20 horas, que es lo que más rinde. Si hasta dice que planea hacerlos masticar coca, como él mastica cuando sus patrones necesitan producción y el "lomo tiene que aguantar".

Desagradecidos

Una idea similar del negocio tenía "la señora" que contrató a Daisy. Paceña de El Alto, 30 años, Daisy hace un parate en el taller de la Fundación Alameda contra el Trabajo Esclavo -en donde trabaja como costurera desde que se escapó del taller clandestino donde la explotaban- para contar cómo llegó a la servidumbre, a las 18 horas de trabajo, la espalda encorvada y crujiente por las jornadas de hasta 18 horas, el polvillo que se impregna en los pulmones y los gritos de la señora mezclados con el run-run interminable de las máquinas.

Daisy sabía por los anuncios de las radios de su pueblo de los ofrecimientos para trabajar en la Argentina. Fueron las palabras de la señora las que hicieron cosquillas en los oídos de Daisy y su marido, Pascual, y los convencieron de que vinieran a Buenos Aires: "Bien bonito me habló. Hasta nos ha retado: ´¿Cómo es que tienes tres hijos y todavía no tienes tu casa? Allá puedes trabajar y tener lo que quieras , nos decía". Daisy y Pascual se animaron: juntos podrían tener un sueldo de 300 dólares por mes, calculaba Daisy. Mucha...

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