El astrólogo

El comisario Croce se había enfrentado durante años con Leandro Lezin, el Maquiavelo de los bajos fondos, como lo había definido un cronista de la sección policial del diario Crítica en octubre de 1931 luego de que el malhechor lograra escapar -con su concubina y dos de sus guardaespaldas- de la redada policial que lo tenía prácticamente cercado en una quinta al sur del Gran Buenos Aires. Había planeado un golpe de una audacia demencial destinado a ocupar en un solo día el Banco Central, el Ministerio de Hacienda, la Catedral y la Casa Rosada. "El poder en la Argentina está concentrado en la manzana que rodea a la Plaza de Mayo y nuestro objetivo es controlar ese emplazamiento y paralizar de asombro a la nación", señaló. Habían elegido el feriado de Semana Santa y pensaban usar la procesión de Corpus Christi para encubrir a los miembros del grupo comando, pero como sucede a menudo bastó un solo infiltrado para desbaratar el complot y liquidar a su organización. Habían secuestrado en una pensión del centro al ejecutivo de una compañía azucarera para cobrar un abultado cheque en dólares sin saber que el sujeto era un informante de la marina de guerra.

Aunque esa historia ha sido contada en un libro tan famoso que está para siempre en la memoria de todos, la leyenda de Leandro Lezin siguió creciendo en las dos décadas siguientes, enriquecida por la perversa perfección de sus delitos destinados -como suponían los investigadores- a financiar sus actividades subversivas. Era un criminal, pero también era un revolucionario, era un hombre de acción, pero también era un sofisticado intelectual experto en ciencias ocultas y en estrategia militar. La mayor virtud de este disolvente -y demoníaco- dandy del crimen era su innata capacidad para borrar sus huellas y hacerse invisible.

Croce era en aquel tiempo un joven comisario de provincia que en secreto se ilusionaba con la posibilidad de capturar a este émulo criollo de Fantomas. Conocía su legajo judicial y su prontuario y podía imaginar sus maniobras destinadas a crear un calculado desorden con sus aguerridas células criminales capaces de las mayores proezas. "Todo es fluido en él, nunca está fijo, es cambiante y traicionero como las corrientes y los riachos del delta del Paraná, donde tiene su guarida", pensaba Croce mientras observaba la irritante quietud de la llanura pampeana, siempre igual a sí misma, lisa y chata e inmóvil hasta el fin de los días. "Yo estoy quieto y él se desplaza; cuando él se aquiete y yo esté en movimiento lo detendré", pensaba mientras tomaba mate en la puerta de la casita blanca donde funcionaba la comisaría. "Detenerlo es fijarlo", pensó. "¿Estará cansado, ese día, tirado en un catre, dormido? No creo; cuando se mueve no para, y solo para cuando está planeando nuevas paradas. Para", pensó. "Ajá, ¿para qué? Para saber su paradero... Para en un parador, en un paraje de algún páramo del litoral por ahí", dijo y miró el horizonte. Así pensaba Croce, aliterando, veía una sinonimia y ya no paraba y se perdía entre los cardos.

-Parado, pienso mejor parado -dijo y se levantó del banco y el cuzco se le acercó moviendo la cola; era un cachorrito, feo y amarillo, una compañía en la soledad del pensar. -¿No, Cuzquito? -dijo Croce. La verdad no estaba aislada, ni quieta. La verdad era variable y comparativa. "Los entes reales son relaciones", pensó. "La verdad es la forma de una relación más que su esencia", pensaba; "nos interesa la duración, la mutabilidad; las relaciones internas de la verdad cambian, se mueven". Le interesaba entender, desde chico era así; entender le interesaba demasiado, a veces no podía dejar de rumiar, se perdía en las variaciones contingentes del mundo, quería saber, captar, detener el vaivén de la vida, y si no podía llegar a una conclusión, se ponía obsesivo, medio catatónico y terminaba en el hospicio. "No se puede pensar de más, uno salta la tranquera y cae en el barro y ya no puede volver"; por eso decidió estudiar filosofía, de muchacho, para tener un objeto concreto en el que meditar, pero no pudo. En cuanto empezaba a leer quería actuar; leía por ejemplo sobre el noúmeno kantiano y pensaba que su amante, la bella Irlandesa casada con otro, que estaba ahí, en la cama, en el hotel de la ruta, desnuda, plena en su ser, era una diosa, apasionada, divertida y sin embargo incognoscible, incomprensible y opaca. "¿Me entendés, Nena?", preguntaba Croce, que mantenía con la mujer largas conversaciones filosóficas en las clandestinas siestas de verano. "Claro", decía ella, "para vos soy la cosa en sí, el Ding an sich"; en alemán se lo decía, divertida, la Colorada, que había estudiado en el Trinity College de Dublín. "Todas las mujeres son kantianas", concluyó Croce. "Cánt-aros", decí mejor, se reía ella, y luego, alegre, volvía a acentuar y hacer una escansión "como cant-os en la noche", dijo. Era más inteligente que él, ella, ocurrente, filosa, menos vueltera.

"Me da por rachas", se resignaba Croce, "empiezo a volar y no aterrizo, me lleva el viento, me lleva la brisa fresca que viene de la laguna". Leyendo, empecinado, a luz de un candil, a razón de quince líneas por día, durante semanas, la Introducción general a la Crítica del juicio, comprendió, de pronto, claramente, en medio de la noche, que el mejor lugar para él era la escuela de policía. El crimen escondía la verdad de la sociedad; era el en-sí del mundo, si pensaba en eso todo el tiempo...

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